Muerte y vida de las grandes ciudades

Contra el urbanismo

Este libro es un ataque contra las teorías más usuales sobre urbanización y reconstrucción de ciudades. También es, y muy principalmente, un intento de presentación de unos nuevos principios sobre urbanización y reconstrucción de ciudades, diferentes y aun opuestos a los que se vienen enseñando en todas las escuelas de arquitectura o se exponen en los suplementos dominicales de los periódicos y las revistas femeninas. Mi ataque no se basa en sutilezas sobre los diferentes métodos de edificación ni en distinciones quisquillosas sobre las modas actuales o en proyecto. Es, más bien, un ataque contra los principios y objetivos o fines que modelan la moderna y ortodoxa planeación y reordenación de las ciudades.

Al exponer unos principios diferentes, me referiré esencialmente a cosas y temas perfectamente comunes y ordinarios. Por ejemplo, los tipos de calle seguros y los tipos de calle inseguros; la razón de que algunos parques urbanos sean tan maravillosos y otros vicetrampas y hasta trampas mortales; por qué ciertos barrios bajos siguen siendo los infectos barrios bajos de siempre y otros han conseguido regenerarse venciendo resistencias oficiales y hasta financieras; por qué se desplazan los «centros de ciudad» y las áreas comerciales; qué es una vecindad auténtica y cómo se puede levantar una verdadera vecindad en las grandes ciudades. En una palabra, me referiré siempre a cosas reales, a ciudades reales y a la vida real de las ciudades, pues sólo así conoceremos los principios de urbanización y prácticas de reordenación susceptibles de promover una efectiva promoción social y económica en las ciudades, y también aquellos otros principios y prácticas que alejarán o apagarán ese horizonte de promoción.

Existe un mito muy extendido y socorrido según el cual, si tuviéramos suficiente dinero disponible -normalmente, se adelanta la cifra de cien mil millones de dólares-, liquidaríamos en diez años todos nuestros barrios bajos, remozaríamos los grandes, tristes y grises cinturones que ayer y anteayer eran nuestros suburbios, ofreceríamos un asentamiento a las trotonas clases medias y a sus aleatorias obligaciones fiscales, y, inclusive, resolveríamos el problema del tráfico.

Echemos una ojeada a lo que hemos construido con los primeros miles de millones que tuvimos a nuestra disposición: los barrios de viviendas baratas se han convertido en los peores centros de delincuencia, vandalismo y desesperanza social general, mucho peores que los viejos barrios bajos que intentábamos eliminar; los proyectos de construcción de grupos de viviendas de renta media -auténticas maravillas de monotonía y regimentalización- sellaron a cal y canto las perspectivas de una vida ciudadana llena de vitalidad y dinamismo; los barrios residenciales de lujo, que teóricamente debían mitigar la sordidez de las ciudades, o intentarlo al menos, son hoy escaparates de una insípida vulgaridad; y no hablemos de los centros culturales, en los cuales es difícil encontrar una buena biblioteca; o los centros cívico-recreativos, cuidadosamente evitados por todo el mundo a excepción de los vividores de rigor, esos que no tienen tantos remilgos como los demás para escoger sus lugares de esparcimiento; amén de los centros comerciales imitación sin lustre de los supermercados suburbiales y de todos esos paseos que no vienen de ningún sitio y no van a ninguna parte, pero que tampoco exhiben a ningún paseante; y esas autopistas que destripan las grandes ciudades… Esto no es reordenar las ciudades. Esto es, simplemente, saquearlas.

Si escarbamos un poco por debajo de lo superficial, estas realizaciones nos parecerán aún más pobres que sus ya bien míseras motivaciones. Todos estos centros y barriadas rara vez son de alguna ayuda o alivio para las zonas urbanas a cuyo alrededor proliferan, aunque en teoría éste es su cometido. Lo que hacen es desarrollar una gangrena galopante muy característica. Para albergar a la gente de esta suerte, se aplican a la población una serie de tarifas discriminatorias o una etiqueta con su precio correspondiente; cada paquete segregado de populacho etiquetado y tarifado vive en creciente sospecha y rencor contra los paquetes circundantes. Cuando dos o más de esas islas hostiles se yuxtaponen, oímos decir que el resultado es una «vecindad equilibrada». Los centros comerciales monopolistas y esos otros centros culturales monumentales ocultan, bajo el artificio de las relaciones públicas, una verdadera substracción de substancia comercial y cultural que antes constituía lo más familiar y normal en la vida de las ciudades.